Fiesta: 13 de Noviembre
Franciscano
Empezamos
esta breve silueta hagiográfica reparando una, no por lo generalizada menos
digna de ser reparada, injusticia en la denominación del santoral español al
designar a San Diego con el toponímico de Alcalá de Henares, en lugar del
nombre de la villa de San Nicolás del Puerto, en la provincia de Sevilla.
Insignificante por su demografía, es la villa de San
Nicolás del Puerto uno de los lugares más típicos y pintorescos de la provincia
andaluza. Se halla situado al norte de la misma, en pleno complejo montañoso,
con gran riqueza hidráulica, que dan a sus alrededores extensas zonas
cultivadas y amplias alamedas. Su altitud y arboledas hacen del lugar un oasis
en la canícula sevillana.
San Nicolás, en su insignificancia demográfica y
urbanística, tiene un lugar en la historia por el mejor de los títulos que dan
entrada en ella, por haber sido cuna de uno de los hombres que figuran en el
santoral de la Iglesia
católica. Hacia fines del siglo XIV, sin que sea posible concretar más la
fecha, nació de humilde familia pueblerina el niño que había de llevar junto a
su nombre en documentos reales y bulas pontificias el nombre del lugar que le
vio nacer: San Diego de San Nicolás. El hecho al que hemos aludido al comienzo
de estas líneas de que se le designe como San Diego de Alcalá no tiene más
explicación que el haber sido la ciudad complutense su última residencia
terrenal, lugar de su sepulcro hasta el presente, y que sus numerosos milagros
hicieron bien pronto célebre en toda España. Pero tanto las historias primitivas
del Santo como la bula de canonización expedida por Sixto V, no conocen otro
lugar de referencia que San Nicolás. La tradición lugareña ha conservado
ininterrumpidamente hasta el día de hoy la casa de su nacimiento. La devoción
de sus paisanos, cobijados bajo su celestial patronato, respalda la designación
del lugar de su nacimiento. El Santoral Hispalense, de Alonso Morgado, el más
documentado elenco hagiográfico de santos sevillanos, así lo reconoce. Es,
pues, de justicia devolver al humilde pueblo sevillano el mejor título de su
historia, máxime cuando la ciudad complutense tiene tantos otros de rango
universitario y literario que la encumbran en España.
Muy poco se sabe de sus primeros años.
La más segura de sus biografías, debida a la pluma de don
Francisco Peña, abogado y promotor en Roma de la causa de canonización del
Santo, y que debió, por lo mismo, poseer los mejores datos en torno a la vida
de Diego, así lo reconoce. Don Cristóbal Moreno, traductor en el siglo XVI al
castellano de la obra latina de Peña, también hace constar esta insuficiencia
de datos sobre la niñez y primeros años de San Diego. Y hasta la Historia del glorioso San
Diego de San Nicolás, escrita por el que fue guardián del convento de Santa
María de Jesús, de Alcalá de Henares, donde vivió y murió el Santo, se concreta
para esta época de la vida de Diego a las anteriores biografías de Peña y
Moreno. La Historia
de Rojo, el guardián complutense, aparecida en 1663, sesenta años después de la
muerte de Moreno y a un siglo de distancia de la obra latina de Peña, no pudo
ampliar con nuevos datos, como parecería lógico por haber vivido en el mismo
convento de San Diego, lo que la bula y anteriores hagiógrafos nos comunican.
Alonso Morgado tampoco nos enriquece el conocimiento de la niñez de Diego con
aportaciones que llenen el vacío de sus primeros años.
Deseosos de que esta silueta hagiográfica responda a la
más estricta seriedad documental, tanto más exigida cuanto San Diego llegó a
ser un taumaturgo popular en sus tiempos y en la España de los siglos de
oro, nos vamos a dedicar tan sólo a destacar dos aspectos de su vida: sus
itinerarios y las características de su santidad, tal como aparecen aquéllas en
la bula de canonización.
San Diego, nacido en el más pequeño lugar de la provincia
de Sevilla, fue sin duda uno de los hombres de su tiempo y condición que más
viajó. Podríamos trazar la línea de su constante andar con un gráfico que va de
San Nicolás al cielo, pasando por Sevilla, Córdoba, las Islas Canarias, Roma y
Castilla, rindiendo viaje en Alcalá de Henares, para saltar desde la gloria del
sepulcro a los altares. En el polvo de sus sandalias quedaron adheridas y
mezcladas tierras de innumerables caminos de España y Francia e Italia.
De San Nicolás pasa a un lugar cercano a la villa para
ponerse bajo la dirección espiritual de un santo sacerdote ermitaño, el primero
que cultiva sus ansias generosas de total entrega de servicio a Dios. De allí,
confirmada su voluntad de consagración al Señor, se traslada a Arrizafa, cerca
de Córdoba, en cuyo convento profesa como fraile lego en los Menores de la
observancia franciscana. Desde este lugar comienza su itinerario limosnero y
misional por incontables pueblos de Córdoba, Sevilla y Cádiz, dejando detrás de
su paso una estela de caridad y milagros que aún pervive en las tradiciones
lugareñas de no pocos de esos pueblos.
Pero el humilde fraile de «tierra adentro» había de
enfrentarse, en su constante caminar, con las rutas del «mar océano», empresa
en aquellos tiempos ni corta ni común. Las Islas Canarias, especialmente
Fuerteventura, son ahora la meta de su itinerario misionero en calidad de
guardián, para lo que fue designado hacia el año 1449. Su paso por las Islas
Afortunadas quedó también marcado por obras maravillosas de apostolado y de
caridad. Vuelto a la
Península hacia el año 1450, en ocasión del jubileo universal
proclamado por la santidad de Nicolás V, su piedad mueve sus pies camino de
Roma para lucrar las gracias de aquel jubileo. Después de varios meses de
peregrinar llega a la
Ciudad Eterna al tiempo de la canonización de San Bernardino
de Sena, cuyo acontecimiento, al congregar en Roma varios miles de religiosos
franciscanos, había de ofrecer otra oportunidad a su celo y caridad ardiente
con motivo de una epidemia habida entre los peregrinos llegados de varias
partes. Fue el convento de Santa María de Araceli el lugar de su residencia
durante tres meses.
Vuelve a España. Y después de un tiempo en el convento
castellano de Nuestra Señora de Salceda, llega en su última etapa terrenal a
Alcalá de Henares, en cuyo convento de Santa María de Jesús había de vivir los
últimos años de su vida mortal para nacer a la gloria y a la santidad de los
altares.
Esta breve consignación geográfica de sus itinerarios en
aquellos tiempos, y en un humilde hijo pueblerino y religioso lego, es más que
suficiente para poner de relieve su destacada personalidad, cuya base estribaba
tan sólo en su santidad misionera y caritativa.
Si hubiésemos de sintetizar la fisonomía de su
espiritualidad, dentro siempre del estilo franciscano de su vida, no dudaríamos
en destacar la obediencia hasta el milagro, la sencillez y servicialidad sin
límites, la caridad heroica para con todos, como las virtudes que le
encumbraron a la santidad y que le hicieron famoso y hasta popular en vida y
después de su muerte. El humilde lego que hacía salir a su paso a todos para
verle y acogerse a su valimiento delante de Dios mientras vivía, había de
congregar junto a su sepulcro a los grandes de la tierra después de muerto. Cardenales
y prelados de la Iglesia ,
reyes y príncipes, hombres y mujeres del pueblo habían de ir, sin distinción de
clases, al humilde religioso franciscano. Enrique IV de Castilla, primero;
cardenales de Toledo, príncipes de España, el mismo Felipe II después,
acudieron junto a su tumba, llevados por el mismo sentimiento de confianza en
su santidad milagrosa, o hicieron llevar sus restos sagrados hasta las cámaras
regias, como en el caso del príncipe Carlos, hijo del Rey Prudente, a fin de
impetrar de Dios, por su mediación, la curación y el milagro. Nada menos que el
propio Lope de Vega había de inmortalizar en una de sus comedias en verso el
milagro del príncipe Carlos, que había de cantar, en la poesía del Fénix de
nuestros Ingenios, el pueblo todo de España.
Nadie con más autoridad que Sixto V puede resumirnos las
características de la santidad de Diego. «El Todopoderoso Dios –dice en la bula
de canonización–, en el siglo pasado, muy vecino y cercano a la memoria de los
nuestros, de la humilde familia de los frailes menores, eligió al humilde y
bienaventurado Diego, nacido en España, no excelente en doctrina, sino “idiota”
y en la santa religión por su profesión lego..., mostrándole claramente que lo
que es menos sabio de Dios, es más sabio que todos los hombres, y lo más
enfermo y flaco, más fuerte que todos los hombres... Dios, que hace solo
grandes maravillas, a este su siervo pequeñito y abandonado, con sus
celestiales dones de tal manera adornó y con tanto fuego del espíritu Santo le
encendió, dándole su mano para hacer tales y tantas señales y prodigios así en
vida como después de muerto, que no sólo esclareció con ellos los reinos de
España, sino aun los extraños, por donde su nombre es divulgado con grande
honra y gloria suya... Determinamos y decretamos –continúa la bula– que el
bienaventurado fray Diego de San Nicolás, de la provincia de la Andalucía española, debe
ser inscrito en el número y catálogo de los santos confesores, como por la
presente declaramos y escribimos; y mandamos que de todos sea honrado, venerado
y tenido por santo...»
Lo humilde y pobre del mundo fue escogido por Dios para
maravilla de los grandes y poderosos de la tierra. En Diego se cumplió una vez
más de modo esplendente el milagro de la gracia.
Así se consumaron las etapas del itinerario de San Diego
de San Nicolás, quien entró en la inmortalidad bienaventurada el 13 de
noviembre de 1463 en Alcalá, y en la gloria de los altares en julio de 1588,
bajo el pontificado de Sixto V, culminando el proceso introducido por Pío IV en
tiempos de Felipe II.
No queremos cerrar esta silueta sin consignar aquí un
deseo y una aspiración de todos sus paisanos, y que será la última etapa de sus
itinerarios y hasta una solución a la soledad en que hoy se halla su sepulcro.
La etapa, triunfal y definitiva, de Alcalá, donde hoy reposa, a San Nicolás, la
villa que le vio nacer, y en la que la devoción popular al santo Patrono y
paisano espera tenerle lo más cerca posible, no sólo para honrarle como su
santidad y gloria merecen, sino incluso para conseguir por su mediación valiosa
la completa y plena restauración de la vida cristiana de un pueblo pequeño y
humilde, pero que conserva la fe en su Santo, al que lleva siglos esperando.
http://es.catholic.net/santoral/articulo.php?id=590
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